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miércoles, 12 de noviembre de 2014

Mis frases favoritas (Jorge Luis Borges: Aprendiendo)


"Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma.

 Y uno aprende que el AMOR no significa acostarse.

Y que una compañía no significa seguridad, y uno empieza a aprender ....

Que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos, y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy, porque el terreno del mañana es demasiado inseguro para planes ... y los futuros tienen su forma de caerse por la mitad.

Y después de un tiempo uno aprende que, si es demasiado, hasta el calor del Sol puede quemar.

Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma, en lugar de esperar a que alguien le traiga flores.

Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno es realmente fuerte, que uno realmente vale, y uno aprende y aprende ... y así cada día.

Con el tiempo aprendes que estar con alguien, porque te ofrece un buen futuro, significa que tarde o temprano querrás volver a tu pasado.

Con el tiempo comprendes que sólo quien es capaz de amarte con tus defectos sin pretender cambiarte, puede brindarte toda la felicidad.

Con el tiempo te das cuenta de que si estás con una persona sólo por acompañar tu soledad, irremediablemente acabarás no deseando volver a verla.

Con el tiempo aprendes que los verdaderos amigos son contados y que quien no lucha por ellos tarde o temprano se verá rodeado sólo de falsas amistades.

Con el tiempo aprendes que las palabras dichas en momentos de ira siguen hiriendo durante toda la vida.

Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace, pero perdonar es atributo sólo de almas grandes.

Con el tiempo comprendes que si has herido a un amigo duramente, es muy probable que la amistad jamás sea igual.

Con el tiempo te das cuenta que aun siendo feliz con tus amigos, lloras por aquellos que dejaste ir.

Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida con cada persona es irrepetible.

Con el tiempo te das cuenta de que el que humilla o desprecia a un ser humano, tarde o temprano sufrirá multiplicadas las mismas humillaciones o desprecios.

Con el tiempo aprendes a construir todos tus caminos en el hoy, porque el sendero del mañana no existe.

Con el tiempo comprendes que apresurar las cosas y forzarlas a que pasen, ocasiona que al final no sean como esperabas.

Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante.

Con el tiempo verás que aunque seas feliz con los que están a tu lado, añorarás a los que se marcharon.

Con el tiempo aprenderás a perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, pues ante una tumba ya no tiene sentido.

Pero desafortunadamente, sólo con el tiempo..."




lunes, 10 de noviembre de 2014

Pequeña Historia. La Estampita


Era pequeño para entender nada.¡Si no sabía hablar, qué iba a entender! De repente, recibía un albor de luz que se colaba por entre las cortinas color canela y sol que púdicamente cubrían la madera pintada de blanco descascarillado de los postigos que vedaban el balcón, detenido en la frontera de orgullosos barrotes de hierro oxidado. Entonces, sentía que era la hora de levantarse y despertaba regocijándose con la jornada de besos y carantoñas que le aguardaba. Bueno y, quizá alguna amorosa regañina. Saltaba del lecho y corría hambriento a desayunarse los besos de su madre.

Ésta, la pobre, se repartía entre su otros cinco hijos, los desvelos de su cuidado y algún trabajillo ajeno para, de vez en cuando, darles un postre batido de azúcar y nata de leche. La vida más de una vez había querido despedazarla porque ¡A ver, hija, a algunos les regala sonrisas y a otros les clava los colmillos! Pero a pesar de las dentelladas no se había descorazonado y había sellado las fauces del sino con las miradas límpidas y enormes de sus hijos y una Esperanza con letra grande. Sus niños todos sabían dónde guardaba su madre las estampitas que piadosamente besaba todos los días y todos - porque todos eran niños de su madre -, de vez en cuando las veneraban con devoción y gravedad. Pero el pequeño… Ah, el pequeño. El pequeño se extasiaba. Con su boquita morena, su lengüetilla rosa, sus pestañazas negras, las miraba y remiraba. Como no sabía hablar pugnaba por decirlo y por fin conseguía balbucir un “¿Jeszú?”.

Un día, a su madre alguien le dio una estampita de un Cristo maniatado chorreando sangre por donde el látigo atroz había mordido su carne sagrada .El chiquillo cuando lo vio se puso muy triste y un livianísimo velo cubrió sus pupilas. Y preguntó a su madre: - ¿Duele?


- Sí, hijo mío, sí. Y todos tenemos un poquito la culpa. Todos menos tú y tus ángeles compañeros.

El querubín morenote le dedicó desde entonces sus más tiernos cuidados. Al amanecer ya no iba corriendo lo primero a su madre, sino que ahora iniciaba sus días con su visita al pobre “Jeszú” al que tanto daño habían causado. Una de aquellas ocasiones, de tanto mirarlo, conoció la pena y, chupándose las muñecas y las palmas de las manos, las pasaba una y otra vez por las heridas de su Señor de la estampita al tiempo que sin darse cuenta derramaba gruesos lagrimones sobre su imagen querida. Por fin, agobiado por la angustia , quedó dormido.

Al rato, su madre oyó por el pasillo sembrado de arabescos las corretadas que de sobra conocía, pero que esta vez anunciaban premura .Sin saber por qué, corrió desmadejada y algo asustada para recibir a su hijito abalanzándose sobre ella. No parecía su pequeñín. El semblante distinto, resplandeciente, los ojos refulgentes, sus gritos de alborozo y, en sus manos todavía regordetas, apretadas contra su jovencísimo pecho abierto ya por el primer traspaso de amor, el Cristo del dibujo sin sangre, las heridas restañadas, la vestidura alba de luz y, en su Santa Faz una sonrisa que aún nadie ha podido explicar.

Moraleja: El amor no pensado podría curar las heridas del mundo, si fuésemos capaces de creer en los milagros, como cuando éramos niños.


jueves, 6 de noviembre de 2014

Pequeña Historia. Una historia de Navidad: el poder de la oración




Septiembre de 1960. Yo desperté una mañana con 6 bebés hambrientos y únicamente 75 centavos en mi bolsa. Su Papá se había ido. Los niños tenían de tres meses a 7 años, la niña tenía dos años.

Su Papá nunca había sido más que una presencia que ellos temían.

Cuando ellos oían rechinar las llantas en la grava suelta del camino a casa, corrían a esconderse debajo de sus camas. Lo que si hacia era dejarme 15.00 dólares por semana para comprar el mandado.

Ahora que había decidido marcharse, ya no habría más golpizas pero, comida tampoco.

Si había algún sistema de bienestar social por parte del gobierno en el sur de Indiana, yo nunca supe nada al respecto. Por lo tanto, bañé a mis hijos, tallándolos hasta que parecían nuevos, les puse la mejor ropa hecha en casa que tenían y los subí al viejo y oxidado chevy año 51 y me fui en busca de trabajo.

Los 7 fuimos a todas las fábricas, tiendas y restaurantes que había en nuestro pequeño pueblo. No tuvimos suerte. Los niños se mantenían todos encimados en el carro e intentaban mantenerse callados mientras que yo procuraba convencer a quien me pusiera atención, de que yo estaba dispuesta a aprender o hacer lo que fuera.

Yo tenía que tener un empleo.

Aun así, no hubo suerte. El último lugar al que fuimos, a unas cuantas millas del pueblo, fue un restaurante (paradero) llamado La Gran Rueda.

Una señora ya mayor llamada “Granny” era la dueña y se asomó por la ventana y vio todos esos niños en el carro. Ella necesitaba a alguien que trabajara de noche, de las 11 de la noche a las 7 de la mañana. Ella pagaba 65 centavos la hora y yo podría empezar esa noche. Me fui apresuradamente a casa y llamé a la niñera convenciéndola de ir a dormir a mi casa por 1.00 dólar la noche.

Ella podría llegar a mi casa en pijamas y dormir en el sofá.

Esto le pareció un buen trato y aceptó. Esa noche cuando los pequeños y yo nos arrodillamos para rezar nuestras oraciones, todos le dimos gracias a Dios por haberle conseguido trabajo a la mamá, y así empezó mi trabajo en La Gran Rueda.


Cuando regresé a casa en la mañana, desperté a la niñera y la envié a su casa con su dólar que era la mitad de mis propinas de toda la noche.

Al pasar de las semanas, las cuentas de calefacción aumentaban, las llantas del viejo chevy, cada vez más mostraban el trabajo del tiempo tomando la apariencia de ser globos mal inflados. Yo debía llenar de aire las llantas antes de ir al trabajo y al regresar a casa.

Una triste mañana, al arrastrarme cansada hacia mi carro en el estacionamiento, encontré en mi carro cuatro llantas nuevas esperándome ahí.

¿Habrían venido los Ángeles del cielo a vivir a Indiana?

Tuve que hacer un trato con el mecánico del pueblo para que le pusiera las llantas a mi viejo carro.

Recuerdo que tardé mucho más en limpiar sus sucias oficinas que lo que él tardó en ponerle las llantas al viejo chevy.

Estaba ya trabajando seis noches por semana en lugar de 5 y aún así no era suficiente. Se acercaba la navidad y yo sabía que no habría dinero para comprar juguetes para los niños.

Encontré un bote de pintura roja y empecé a pintar algunos viejos juguetes y los escondí en el sótano para que hubiera juguetes en la mañana de navidad.

La ropa de los niños también estaba muy acabada.

Los pantalones de los niños tenían parches encima de los parches y ya pronto no servirían para nada.

La noche antes de navidad entraron los clientes de siempre al restaurante a tomar su café.

Ellos eran camioneros y policías de camino.

Había algunos músicos que habían tocado mas temprano aun ahí jugando en las maquinitas.

Los de siempre estaban ahí sentados platicando hasta la madrugada.

Cuando se llegó la hora de ir a casa a las 7 de la mañana yo corrí al carro para tratar de llegar antes de que se despertaran los niños y ponerles los juguetes que había arreglado abajo del árbol que habíamos improvisado. Aún estaba oscuro y no se veía mucho, pero noté que había una sombra en la parte de atrás del carro. Algo era seguro, había algo ahí.

Cuando llegué al carro me asomé por la ventana lateral. Mi boca se abrió con gran asombro.

Mi viejo chevy estaba lleno de cajas hasta arriba. Rápidamente abrí la puerta y abrí una de las cajas. Adentro había pantalones de la talla 2 a la talla 10. En la otra había camisas para los pantalones.

También había dulces, frutas y mucho mandado en bolsas. Había gelatinas, pudines, pasteles y galletas. También había artículos para el aseo y limpieza de mi casa. Había 5 camionetitas y una hermosa muñeca.

Mientras manejaba por las calles vacías hacia mi casa, vi salir el sol del día de navidad más inolvidable e increíble de mi vida. Lloraba de incredulidad y gratitud. Nunca olvidaré la alegría en las caritas de mis pequeños en esa mañana.

Sí, si hubo Ángeles en aquella mañana en Indiana hace muchos diciembres.

Y todos ellos eran clientes de La Gran Rueda.

Yo creo que Dios sólo da tres respuestas a las oraciones:

1. "SI"

2. "TODAVIA NO"

3. "YO HE PENSADO EN ALGO MEJOR PARA TI"



sábado, 1 de noviembre de 2014

Pequeña Historia. El anciano y el niño.


Eramos la única familia en el restaurante con un niño. Yo senté a Daniel en una silla para niño y me di cuenta que todos estaban tranquilos comiendo y charlando. De repente, Daniel pegó un grito con ansia y dijo, "Hola amigo!".


Golpeando la mesa con sus gorditas manos, sus ojos estaban bien abiertos por la admiración y su boca mostraba la falta de dientes en su encía.

Con mucho regocijo él se reía y se retorcía. Yo miré alrededor, vi la razón de su regocijo.

Era un hombre andrajoso con un abrigo en su hombro; sucio, grasoso y roto.

Sus pantalones eran anchos y con el cierre abierto hasta la mitad y sus dedos se asomaban a través de lo que fueron unos zapatos.

Su camisa estaba sucia y su cabello no había recibido una peinilla por largo tiempo.

Sus patillas eran cortas y muy poquitas y su nariz tenía tantas venitas que parecía un mapa.

Estábamos un poco lejos de él para saber si olía, pero seguro que olía mal. Sus manos comenzaron a menearse para saludar.

"Hola bebito, como estas muchachón," le dijo el hombre a Daniel.

Mi esposa y yo nos miramos, "Que hacemos?"

Daniel continuó riéndose y contestó: "Hola, hola amigo."

Todos en el restaurante nos miraron y luego miraron al pordiosero. El viejo sucio estaba incomodando a nuestro hermoso hijo.

Nos trajeron nuestra comida y el hombre comenzó a hablarle a nuestro hijo como un bebe. Nadie creía que era simpático lo que el hombre estaba haciendo. Obviamente el estaba borracho. Mi esposa y yo estábamos avergonzados.

Comimos en silencio, menos Daniel que estaba súper inquieto y mostrando todo su repertorio al pordiosero, quien le contestaba con sus niñadas.

Finalmente terminamos de comer y nos dirigimos hacia la puerta.

Mi esposa fue a pagar la cuenta y le dije que nos encontraríamos en el estacionamiento.

El viejo se encontraba muy cerca de la puerta de salida. "Dios mío, ayúdame a salir de aquí antes de que este loco le hable a Daniel" -dije orando, mientras caminaba cercano al hombre.

Le di un poco la espalda tratando de salir sin respirar ni un poquito del aire que él pudiera estar respirando.

Mientras yo hacía esto, Daniel se volvió rápidamente en dirección hacia donde estaba el viejo y puso sus brazos en posición de "cárgame."

Antes de que yo se lo impidiera, Daniel se abalanzó desde mis brazos hacia los brazos del hombre.

Rápidamente el muy oloroso viejo y el joven niño consumaron su relación amorosa.

Daniel en un acto de total confianza, amor y sumisión recargó su cabeza sobre el hombro del pordiosero.

El hombre cerró sus ojos y pude ver lágrimas corriendo por sus mejillas.

Sus viejas y maltratadas manos llenas de cicatrices, dolor y duro trabajo, suave, muy suavemente, acariciaban la espalda de Daniel. Nunca dos seres se habían amado tan profundamente en tan poco tiempo.

Yo me detuve aterrado.

El viejo hombre se meció con Daniel en sus brazos por un momento, luego abrió sus ojos y me miró directamente a los míos.

Me dijo en voz fuerte y segura: "Usted cuide a este niño."

De alguna manera le conteste "Así lo haré" con un inmenso nudo en mi garganta.

El separó a Daniel de su pecho, lentamente, como si tuviera un dolor.

Recibí a mi niño, y el viejo hombre me dijo: "Dios le bendiga, señor. Usted me ha dado un hermoso regalo." No pude decir más que un entrecortado gracias.

Con Daniel en mis brazos, caminé rápidamente hacia el carro.

Mi esposa se preguntaba por qué estaba llorando y sosteniendo a Daniel tan apretadamente, y por qué yo estaba diciendo:

"Dios mío, Dios mío, perdóname."

Yo acababa de presenciar el amor de Cristo a través de la inocencia de un pequeño niño que no vio pecado, que no hizo ningún juicio; un niño que vio un alma y unos padres que vieron un montón de ropa sucia.

Yo fui un cristiano ciego, cargando un niño que no lo era.

Yo sentí que Dios me estuvo preguntando: "Estás dispuesto a compartir tu hijo por un momento?

"Cuando El compartió a su hijo por toda la eternidad.

El viejo andrajoso, inconscientemente, me recordó aquellas palabras que dicen: "De cierto os digo, que el que no recibiere el reino de Dios como un niño, no entrará en él." (Marcos 10:15)